Experiencias
de la Segunda Guerra Mundial para Tener en
Cuenta (1)
Cuando
esta recopilación era apenas un proyecto en
la cabeza de Gabriel Iriarte, y no hace
mucho él me habló de ello, que traduciría de
una publicación norteamericana las
intervenciones del Primer Ministro del
Estado Soviético durante la Gran Guerra
Patria, con miras a ponerlas a la
disposición de los miembros del Partido,
como pieza de estudio, no dudé en alentarlo
para que cristalizara prontamente la idea.
No sólo la llevó a cabo, sino que emprendió
con tenacidad la investigación acerca de la
Segunda Guerra Mundial, y, acompañado de
unas diapositivas, ha recorrido buen número
de regionales ilustrando a obreros y
campesinos sobre el tema. Ahora me pide que
prologue su edición en español de los
discursos de Stalin, en razón a que los
lectores de la misma consistirán
mayoritariamente en camaradas del MOIR, los
cuales han venido aportando a la
financiación de la obra con el pago por
adelantado de los ejemplares. Al aceptar el
cometido me propongo contribuir también a
avivar el examen y la discusión de tan rico
período histórico, cuyas enseñanzas
fundamentales tergiversan con pérfida
intención socialimperialistas y
revisionistas, a medida que retumban por el
orbe los aldabonazos de la tercera
conflagración general. De otra parte, me ha
obligado a ocuparme de algunos libros y
documentos de entonces para poder efectuar,
con mejores elementos de juicio, el
ineludible paralelo con la situación actual.
Los siguientes apuntes recogen tales
observaciones.
La valerosa resistencia del pueblo soviético
contra la invasión nazi y su aplastante
victoria final patentizan una de las hazañas
más extraordinarias de todos los tiempos.
Encontrábanse en juego asuntos de suma
trascendencia. Se decidía si en el futuro
inmediato caería sobre los pueblos el dogal
de la esclavitud fascista o no. En el
terreno de las armas, haciendo gala de
fortaleza, de pericia y de técnica, en una
extensión jamás vista, los dos sistemas
sociales de la época, el imperialismo y el
socialismo, zanjaban sus desavenencias. La
lucha involucró lo mismo a la economía, a la
política, que a la diplomacia. El
contrincante que fallara en llevar los
suministros al frente, tendido a lo largo de
varios miles de kilómetros, sencillamente
quedaría fuera de combate. Había que proveer
los alimentos y las dotaciones para millones
de soldados, los equipos de aire, mar y
tierra, el combustible, los repuestos, e ir
supliendo, de una batalla a otra, las
cuantiosas pérdidas de vidas y armamentos.
La organización en la retaguardia era
decisiva. Las fábricas laboraban a pleno
pulmón, incrementando constantemente el
rendimiento e innovando en la marcha para
obtener la preeminencia y no dejarse
sorprender por los inventos del enemigo. En
los albores del estallido, estrategas de
ambos bandos coincidieron en valorar la
importancia de las máquinas y los motores en
la contienda que se avecinaba. El duelo
aéreo y la pelea de tanques terminaron a la
sazón imponiéndose como modalidades de la
guerra moderna.
Los alemanes tuvieron al principio la
ventaja, debido a su condición de invasores.
Escogían libremente el momento y los sitios
de ataque, de manera que se ajustaran a sus
conveniencias y ocasionasen los peores
estragos al país embestido. La burguesía
alemana, una vez firmado el Tratado de
Versalles, comenzó a buscar el desquite de
la derrota de 1918 y a prepararse
febrilmente, aunque con sigilo, para la otra
confrontación, con veinte años de plazo. El
nazismo representa a cabalidad las
ambiciones imperialistas de recuperar para
Alemania la influencia perdida y
arrebatarles a las potencias de Occidente,
en particular a Inglaterra y Francia, sus
vastos dominios coloniales. Desde el ascenso
al Poder, Hitler encauzó la producción
conforme a sus programas bélicos,
abarrotando arsenales con los más avanzados
tipos de aviones, acorazados, carros de
asalto, submarinos, etc., y adiestrando unas
poderosas fuerzas armadas en pos de las
últimas evoluciones de las artes marciales.
Cuando irrumpen contra Rusia, las tropas
nazis llevaban dos años de campañas
fulgurantes. Nadie logró contenerlas.
Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca,
Noruega, Holanda, Bélgica, Francia y los
países balcánicos sucumbieron
estruendosamente. Los ingleses, como
siempre, se habían salvado de la ocupación
por el hecho de vivir en una isla y por su
reconocida capacidad naval. Pero medio
millón de sus efectivos, junto a los cuatro
millones pertenecientes al afamado ejército
francés, fueron abatidos en menos de un mes
en los campos de Europa. La superioridad
alemana conmovía al mundo.
La Unión Soviética, desde luego, no
constituía una pequeña y débil nación; se
trataba de un Estado multinacional grande,
centralizado, con incontables recursos,
inmenso territorio y población numerosa. No
obstante, venía impulsando pacíficamente su
desarrollo material y cultural, en medio de
las dificultades propias de las hondas
transformaciones en que se hallaba empeñada,
encarando el bloqueo del prepotente club de
las repúblicas capitalistas y sin haber
adecuado aún por completo su economía a las
inminentes obligaciones militares, con todo
y que los comunistas rusos vislumbraban,
cual nadie más, que el choque resultaría
inevitable. El primer problema, el de
colocar el trabajo agrícola e industrial de
las distintas comarcas y nacionalidades al
exclusivo favor de las exigencias de la
guerra, empieza a resolverse a partir del 23
de junio de 1941, al otro día del
rompimiento de las hostilidades. El Ejército
Rojo no consiguió repeler la arremetida
alemana y se vio precisado a replegarse y
ceder porciones muy considerables de su
espacio. Leningrado y virtualmente hasta la
capital, Moscú, quedaron cercadas y en
angustioso peligro. Para garantizar vitales
abastecimientos e impedir que los centros
fabriles de las regiones occidentales los
agarraran las fuerzas ocupantes, los
soviéticos, en una demostración sin
precedentes, transportaron de junio a
noviembre más de 1.500 fábricas a las
profundidades de su retaguardia. El
desenlace parecía gravemente comprometido.
Con avidez se esperaban las noticias
procedentes del mayor, del determinante, del
en verdad único frente que prevalecía. Ahora
la totalidad de los intereses envueltos en
el conflicto pendía de la batalla de Rusia.
Si este postrer esfuerzo periclitaba ya no
habría en el continente europeo bastión que
frenara a las hordas nazis. Incluso los
Estados Unidos, no estarían muy seguros
allende el Atlántico.
Mas el pueblo ruso, acosado, despojado,
malherido, aguantó. Ningún sufrimiento pudo
doblegar su espíritu combativo; nada opacó
su infinito amor por la causa a la que
ofrendaba los más caros sacrificios. No
conoció el miedo, no se permitió un minuto
de descanso, no perdió jamás la confianza en
el triunfo. El fanfarrón de HitIer creyó que
bastaría coger a coces la estructura
bolchevique para que se desplomara al
instante. Y al concluir 1941, después de
seis meses de incesante guerrear sobre la
interminable llanura, el empuje germano
mostró síntomas inequívocos de agotamiento:
las líneas en lugar de avanzar retrocedían,
los objetivos fundamentales continuaban sin
alcanzarse y la introducción del invierno
helaba las carnes y el ánimo de los
invasores. Procurando mantener la iniciativa
y valiéndose de la inexistencia de un
segundo frente que los aliados
anglo-norteamericanos postergan
prácticamente hasta junio de 1944, los nazis
recurrieron a las reservas y reforzaron con
varias decenas de divisiones a las 200 que,
mermadas y exhaustas, proseguirían el embate
en el nuevo verano. Sin embargo, aplazan el
asalto frontal sobre Moscú, a la espera de
una amplia operación por el flanco Este y el
Sur, desde el Cáucaso hasta Kuibyshev,
dirigida a cortar los puntos claves de las
comunicaciones de la ciudad. La variación
del plan táctico simbolizó para los
agresores saltar de la sartén para caer en
las brasas, puesto que sus unidades se
dispersaron notoriamente, perdieron potencia
y tropezaron con Stalingrado. La gloriosa
urbe sobre el Volga tampoco quiso capitular
y en sus alrededores cavó la tumba al VI
Ejército alemán, unos 300.000 hombres, entre
prisioneros y muertos. De allí en adelante
el curso global de la guerra registra un
viraje sustancial. La industria soviética,
ya restablecida y estabilizada desde
mediados de 1942, arroja índices superiores
de productividad y de calidad a los del
enemigo. El Ejército Rojo desata la
contraofensiva y los nazis pasan a la
defensiva estratégica. Para Alemania
principia el período de las grandes derrotas
y de la penosa retirada, así promueva
esporádicamente golpes de proyección y de
duración reducidas.
Los descalabros en el Oriente colocan al
régimen hitleriano en entredicho. La
desmoralización va minando progresivamente
sus filas; entre sus socios del Eje surgen
las dudas acerca del porvenir de la aventura
genocida, y las pequeñas naciones de Europa
Central, obligadas a marcar el paso de ganso
y a portar la esvástica, ansían la hora de
desasir los ,compromisos de guerra. El
nazismo, que funda su éxito en la
intimidación y el engaño, como cualquier
contracorriente reaccionaria no soporta la
adversidad. únicamente sobrevive llevando la
delantera, pero tan pronto se le nublan las
perspectivas de vencer todo estará
finiquitado sin remedio. Las condiciones se
vuelven propicias para los pueblos sujetos a
la sojuzgación o al chantaje del bloque
nazi-fascista. La resistencia organizada de
la población y el movimiento guerrillero se
propagan por doquier en Francia, Yugoslavia,
Albania, Grecia, etc. En China la lucha
contra la invasión japonesa se consolida y
el Ejército Popular de Liberación tórnase en
la fuerza determinante de la salvación
nacional. Por otra parte, Inglaterra y
Estados Unidos estrechan los nexos amistosos
con la Unión Soviética, intensifican los
combates navales y aéreos contra el Eje,
bombardean asiduamente las factorías
enemigas y se alistan para tomar el norte de
África, controlar el Mediterráneo y abrir el
asedio sobre Italia. Estos tres gigantescos
vórtices de acción, el de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas que pugna
por la libertad de la patria y enarbola la
bandera proletaria; el de las masas de los
países sometidos que tienden hacia la
conformación de Estados propios,
independientes y soberanos, y el de las
naciones capitalistas que se oponen a la
agresión germano-ítalo-japonesa, proseguirán
creciendo y cohesionándose en un poderoso
frente antifaseista hasta tomar Berlin y
hundir una de las más bárbaras y tenebrosas
tiranías de este siglo.
Hemos indicado cómo el heroísmo del pueblo
soviético incide en el cambio de la
situación en un lapso relativamente corto; a
lo que debemos agregar las orientaciones
políticas y militares, sin cuyo acierto, ni
la sangre vertida, ni la laboriosidad
desplegada, hubieran dado sus frutos.
Partiendo del mismo vaticinio sobre el
desencadenamiento de las contradicciones de
la preguerra; pasando por la utilización de
los factores positivos contemplados en la
estrategia trazada, y concluyendo en el
hábil maniobrar para, sin vender los
principios, salir airoso de cada una de las
complejísimas encrucijadas, el alto mando
soviético hizo alarde de visión, sapiencia,
audacia y capacidad, cual raras veces ocurre
en la historia. Aquél era el Partido
Comunista. Integrado por los continuadores
de la magnífica tradición revolucionaria de
Rusia y los herederos de las sublimes
virtudes de Lenin; educado en los
fundamentos científicos del marxismo y
dirigido por un jefe formidable: Stalin.
Aunque el fascismo configura una de las
cuantas doctrinas imperialistas, lo
escabroso de sus postulaciones y la
brutalidad de sus procedimientos la hacen
más acabada, más típica, más propia de la
etapa en que el capital se convierte en
monopolio e inicia su estado de
descomposición y de expoliación parasitaria
sobre las naciones oprimidas. La versión
nazi recurre desaforadamente al nacionalismo
y al racismo para encubrir las ambiciones de
supremacía mundial. En la guerra de
1914-1918 las potencias triunfantes,
prioritariamente Inglaterra, cimentaron y
acrecieron sus respectivos imperios a
expensas de Alemania que, además, hubo de
aceptar la presencia y la inspección de sus
contrincantes dentro de la misma casa. La
burguesía germana no se resignaría
voluntariamente a tan humillante condición,
siendo que desde el punto de vista del
desarrollo se recuperaba de manera
vertiginosa y evidenciaba más pujanza, a
pesar de no contar con los recursos de
brazos, materias primas y mercados en todos
los continentes, como sus vecinos. ¡Qué de
cosas maravillosas no haría con esos
"protectorados", "condominios",
"fideicomisos" de mis supervisores! Empero
una modificacion del mapa de Europa y sus
colonias, al igual que en el 14, no podría
intentarse más que con la violencia. Los
plutócratas alemanes se dejaron tentar
gustosos por los argumentos de la banda de
Hitler y en las manos patibularias de éste
depositaron su destino. Daban por cierta la
colaboración de los regímenes de Italia y el
Japón, acicateados por motivos similares.
Desafiar de nuevo a los árbitros de Europa,
en las circunstancias en que se debatía
Alemania, iba a requerir de mucho esfuerzo y
dedicación. El despotismo hitleriano
proporcionó una disciplina vandálica,
extremando el trabajo, distorsionando la
mente de la juventud y eliminando sin
contemplación a quienes disintieran de los
planes oficiales. Creó un ejército altamente
calificado, acorde con los adelantos
técnicos y con las formas organizativas
apropiados a éstos, verbigracia, las
unidades mecanizadas de rápida movilidad,
muy distintas a las antiguas formaciones de
caballería, supérstites aún en no pocas de
las instituciones militares.
Los países imperialistas vencedores, con
incalculables posibilidades, disfrutan, sin
muchos azoramientos ni vigilias, de su
posición notablemente boyante. La abigarrada
red de posesiones coloniales, fuera de
proporcionarles protección durante las
crisis económicas características del modo
de producción capitalista, les permite a las
capas privilegiadas atesorar fáciles
ganancias, llevar una vida muelle y hasta
distribuir un buen porcentaje del saqueo de
los pueblos extraños para el soborno de sus
obreros e intelectuales, a objeto de
preservar la convivencia social dentro de la
metrópoli. Su preocupación no estriba en
prender la llamarada sino en impedir que
arda. Antes que desvelarse por construir
ejércitos a tono con los reclamos de la
época, cifran las esperanzas de tranquilidad
en los tejemanejes del control
armamentístico, en la firma de los tratados,
o en los cacareos demagógicos sobre la
conveniencia de las reformas
seudodemocráticas. La guarda de sus
intereses hegemónicos la supeditan a menudo
a las tropas de los países atrasados y
dependientes. ¡Si algún competidor nos pisa
la punta del manto imperial no vamos a
quebrar lanzas y a arriesgarlo todo por esa
tontería! ¡Si nos sustraen del redil un país
problemático y lejano a nuestros afectos,
ahí nos sobran millones de kilómetros
cuadrados y centenares de millones de
esclavos para alimentar la molicie de mil
generaciones! Así pensaron y actuaron los
líderes de Inglaterra y Francia, las dos
potencias imperialistas más poderosas y a la
vez más decadentes del período anterior a la
segunda conflagración mundial.
Las avivatadas de Hitler contrastan con la
torpeza de un Chamberlain o de un Daladier.
Cuando aquél les pide en el cenit de su
poderío que le entreguen los Sudetes
checoslovacos a trueque de la promesa de que
no habría más pretensiones territoriales,
estos dos primeros ministros`, cual mansas
almas de Dios, volaron a Munich, en
septiembre de 1938, a satisfacer las
exigencias del Führer. Pero lo más grotesco
consistió en que mientras la prensa
occidental todavía se desgañitaba en
propalar los beneficios obtenidos en pro de
la obra del appeasement, Checoslovaquia
entera acababa bajo la "protección" del
Tercer Reich. Durante años, tanto Alemania
como los otros dos destacados pilares de la
coalición fascista, exteriorizaron sin
recato sus deseos de expansión. Italia se
quejaba permanentemente de las injusticias
de que fuera víctima en la partición del
botín de 1919, y no veía la hora de vengar
ese trato discriminatorio de sus tramposos
examigos. Efectivamente, en octubre de 1935,
Mussolini se lanzó sobre Abisinia (hoy
Etiopía) y se la adueñó. En el Extremo
Oriente el Japón también se revela
descontento por el Tratado de las Nueve
Potencias y los demás convenios que
reordenaron los asuntos asiáticos de la
posguerra; y en agosto de 1937 intensifica
la ocupación del norte y el centro de China,
suprimiendo en aquellas zonas cualquier otra
injerencia extranjera. Los futuros
signatarios del "Pacto de Acero" habían
intervenido militar y mancomunadamente en
España, a partir del verano de 1936. En
marzo de 1938 los Panzer del general
Guderian hollaron Austria. Y así, desde
mucho antes de que Hitler franqueara el Rin,
a principios de 1936, hasta la invasión de
Polonia, el lo de septiembre de 1939, que
originó la declaración anglo-francesa de la
guerra, se produjo una serie de acciones
bélicas, anexiones, violaciones de acuerdos
y protocolos internacionales, que no ofrecía
dudas en torno a los verdaderos alcances del
expansionismo fascista. Sin embargo, a cada
arbitrariedad del Eje, los aliados
occidentales respondieron con una concesión,
en la creencia de que evitarían el
conflicto, cuando en realidad estimulaban
las apetencias de los belicistas y los
reafirmaban en sus cuentas alegres. El día
en que los héroes victoriosos de la
carnicería anterior, los fundadores de la
Sociedad de Naciones, los promotores del
"apaciguamiento", hubieron de descolgar la
panoplia y marchar inevitablemente a las
trincheras, comprobaron cuántos lustros
atrás se hallaban respecto a la teoría y a
la práctica de la guerra, cuán poco servían
sus lentas operaciones y sus inmóviles
defensas ante los ágiles desplazamientos de
las divisiones blindadas apoyadas por el
fuego aéreo. Reducidos en un santiamén,
inermes y a merced de los suministros de la
industria bélica estadinense, esperarían
largo rato antes de intentar el desembarco
de Normandía para apalear al tigre
moribundo. Los caudillos de la vieja Europa
brindarían un triste espectáculo de
ingenuidad e indolencia. Inclusive en medio
de la contienda armada, las clases
gobernantes norteamericana y europea no
desecharon por completo las quimeras de
conciliación ni rompieron del todo con los
genocidas. Hitler supo endulzarles el oído
con el cuento de que su misión se concretaba
en destruir la fortaleza comunista del Este,
una piadosa mentira admitida y tolerada por
los grandes imperios hasta cuando se
estrellaron con el hecho cumplido y terrible
de que sus hermosas propiedades tenían un
inescrupuloso pretendiente. La lógica de los
acontecimientos era tal que la invasión a la
Unión Soviética sólo podría interpretarse
así: quien aspire al hegemonismo universal
ha de postrar a cada uno de los colosos del
planeta; quien domine a Rusia contará con un
poder descomunal para postrar el mundo. A
nadie pasará ya desapercibido que una vez
liquidado el inconveniente soviético, la
Wehrmacht regresaría por los restos:
Inglaterra y los Estados Unidos.
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EXPERIENCIAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
PARA TENER EN CUENTA (Cont.)
La división entre las dos facciones
alrededor de las cuales se realinderó la
morralla capitalista, sus encontrados
propósitos, el ascenso y la agresividad de
la una, al lado de la decadencia y la
indefensión de la otra, viabilizaron la
alianza de la Unión Soviética con el
contingente anglonorteamericano. Ninguna
gestión, por desprevenida y contemporizadora
que fuese, obraría el milagro de morigerar
las diferencias interimperialistas. Al
revés, éstas siguieron su curso normal,
agudizándose a cada paso, hasta saldarse
inexorablemente a cañonazos, por encima de
los temblorosos pronunciamientos y las
bobaliconas intrigas de la cuerda
Washington-Londres-París. El zarpazo contra
la seguridad del Estado socialista provenía
incuestionablemente de parte de Alemania.
Concertar la cooperación con los enemigos
comunes del Eje, así encarnaran fuerzas de
naturaleza expoliadora y colonialista pero
inhabilitadas para hacer valer su
iniciativa, respondía a una necesidad de
legítima defensa que Stalin avizoró con
bastante antelación e insistió en ella hasta
satisfacerla. El acta de no agresión firmada
por Ribbentrop y Molotov a mediados de 1939,
absolutamente indispensable luego de la
contumaz negativa de Occidente a convenir la
lucha conjunta contra el fascismo, y sobre
la cual tanto especularon los más disímiles
comentaristas burgueses, no dejaría de ser
un acuerdo eminentemente pasajero que, según
el enfoque objetivo de la URSS, permitía
ganar tiempo y esperar la arremetida germana
desde posiciones militares lo más favorable
posibles. La tergiversación respecto al
mencionado protocolo soviético-alemán, que
todavía hoy se zaranda después de cuarenta
años, pretende en vano echar tierra a los
titubeos y a las furtivas entendederas de
los mandatarios occidentales con los
jerarcas nazis. Abundan los testimonios de
que el Krenilin repicó constantemente sobre
la conveniencia de concertar la ayuda mutua
con los gobiernos llamados democráticos,
consciente de que se evitaría mejor el
estallido de la guerra con el levantamiento
de un poderoso dique de todas las naciones
amantes de la paz, ante el cual se
deshicieran las bravuconadas de los
expansionistas, que con la adopción de la
fementida política de "neutralidad" y "no
intervención", con la cual se le daba luz
verde a la masacre. La práctica corroboró la
justeza de las directrices de Stalin para
una coyuntura sin antecedentes en los anales
de la clase obrera. Si bien las condiciones
se asemejan a las de la década del diez, en
el sentido de que la conflagración la
provoca la rebatiña entre las naciones
"civilizadas" por el control del orbe, había
un factor nuevo: la permanencia de un
próspero país socialista, habitado por 200
millones de personas, faro y ejemplo de los
revolucionarios de todo el globo, cuya
integridad entraba en juego al precipitarse
la hecatombe. Como presa codiciada a los
ojos de la sórdida reacción teutónica, la
Unión Soviética no sólo no se eximiría de la
contienda, sino que la vastedad de su
territorio estaba destinada a servir de
escenario principal de ésta. Bajo tales
augurios, descubrir y facilitar los medios
para la salvaguardia de Rusia, debía
constituir el primer deber del proletariado
internacional. Cuando Lenin encaró en 1914
el problema de la guerra imperialista
calificó de judas y caínes a quienes, en
nombre del comunismo y tras el argumento de
proteger a sus "patrias", se coligaron con
los bandoleros enzarzados en la criminal
disputa por las tierras ajenas. Precisó: ni
los trabajadores ni los pueblos oprimidos
saldrían gananciosos de la matanza; se
lucrarían únicamente los banqueros y
potentados del bloque vencedor (el cual
terminó siendo, como ya dijimos, el
capitaneado por Gran Bretaña y Francia), y
el desgaste general de los gobiernos por el
esfuerzo bélico señalaría la hora de la
insurrección, si los partidos proletarios no
se contaminaban de chovinismo, ponían a
salvo su independencia de clase y eran
capaces de movilizar a las masas hacia la
guerra civil contra los responsables del
holocausto. Estas certeras apreciaciones
sobre la época del imperialismo, o
capitalismo descompuesto, se materializan
magistralmente con el advenimiento de la
gloriosa Revolución de Octubre. La
estrategia se resume en sacar, en bien de la
causa obrera, la máxima utilidad al
recíproco despedazamiento de las potencias
expoliadoras. Guiándose por aquellos
principios leninistas básicos, Stalin
propugna, en consonancia con las
particularidades de la Segunda Guerra
Mundial, la configuración, a la más amplia
escala, del frente único antifaseista. Si se
consideran los múltiples aspectos de la
situación, el cerco letal que atenazaba a la
Unión Soviética, el apogeo del nazismo, el
eclipse de los imperios europeos y la
tendencia irresistible hacia la,
autodeterminación de las colonias amenazadas
ahora por el yugo de Alemania y sus
compinches, se comprenderá, sin quemar mucho
fósforo, que aquel frente absolvía el
interrogante de cómo aprovechar las
contradicciones interimperialistas en pro de
la Gran Guerra Patria y de las guerras de
liberación nacional de los pueblos
sometidos. Ni hablar de que las masas
asalariadas de todas las latitudes
recibirían el más duro golpe con el
derrumbamiento de la URSS. Los resultados
están a la vista. No obstante la alta cuota
de sangre, la Unión Soviética sorteó la
tormenta y arribó su nave a buen puerto. En
Asia, medio millar de millones de chinos
expulsaron fuera de sus fronteras a los
japoneses y allanaron la senda hacia ¡a
revolución de nueva democracia. Otro tanto
les acontece a los vietnamitas y coreanos.
En Europa la táctica aplicada permite
desgajar, del podrido tronco derribado, a
Yugoslavia, Albania, Polonia,
Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y
Alemania Oriental. Al inicio de los años
cuarentas subsistía una sola república bajo
la conducción obrera; después del cataclismo
y de entre los escombros brotaría el campo
socialista.
Al calificar de "agresores" a los alemanes y
cía. y de "no agresores" a los ingleses y
cía., Stalin, además de proferir un
diagnóstico exacto de los gobiernos
burgueses de aquel período, demostró un
empleo sesudo, dialéctico, no dogmático, del
marxismo-leninismo, el cual proporciona los
basamentos generales para el análisis de las
cosas, pero, desde luego, no profetiza las
formas que éstas adoptan, ni la relevancia
de tal o cual tópico dentro del,
conglomerado, ni las incidencias del
infinito número de casualidades que en el
discurrir histórico operan en uno u otro
sentido. Una de las regulaciones medulares
del proceso capitalista descubiertas por
Marx es la de su evolución anárquica y
desigual. No se encuentra bajo este sistema
una empresa, una sociedad anónima, una rama
industrial, una nación que crezca pareja con
otra. Hay constantemente una modificación de
las proporciones y de la relación de dichas
entidades económicas entre sí. Esto por una
parte, y por la otra, no conocen más método
que la fuerza para prevalecer sobre sus
oponentes. En la fase imperialista tales
contradicciones explotan con mayor
acerbidad, adquieren la dimensión de pugnas
entre Estados o coaliciones de Estados y se
zanjan mediante la guerra. Cuando Marx y
Engels abocan la problemática de su siglo,
cabalmente se fundamentan en la norma del
desenvolvimiento dispar del capitalismo para
desentrañar el rol de los diversos pueblos
en el conjunto de la revolución democrática.
El dilema de a qué movimiento burgués
progresista apoyar, lo resolvieron a favor o
en contra según debilitara o no a Rusia, el
principal fortín de la reacción de la época.
¿El postulado de Lenin acerca de la
posibilidad del triunfo del socialismo en un
solo país, de manera aislada, o en pocos
países, no se sustenta acaso en el mismo
criterio del desarrollo desigual de las
repúblicas imperialistas y de sus
irreconciliables antagonismos? Por idéntica
razón los acuerdos entre los capitalistas y
entre sus potencias, cuando se presentan, no
dejan de ser traumáticos, inconsistentes y
fugaces. Al quebrarse la estabilidad debido
a la variación de las fuerzas e imponerse el
interés colonialista, vuelan, cual vilanos
al aire, las empalagosas y fofas
disertaciones de los propagandistas del
"apaciguamiento", o de la "distensión", como
ahora se le nombra. El paraguas del necio
señor Chamberlain no pararía las andanadas
de los artilleros germanos. Moscú lo
advirtió a tiempo, y se reía de la trampa
tendida por Berlín a Occidente con el
señuelo del "pacto anticomintern" y con las
demás profesiones de fe, encaminadas a
convencer de que los preparativos militares
se circunscribirían a la destrucción de los
bolcheviques.
Stalin les increpaba a burladores y
burlados:
"Es ridículo buscar focos de la
Internacional Comunista en los desiertos de
Mongolia, en las montañas de Abisinia, en
los desolados campos del Marruecos Español.
"Pero la guerra es inexorable. No existen
velos que puedan ocultarla. Porque ningún
'e¡e', ningún 'triángulo' y ningún 'Pacto
anticomintern' pueden ocultar el hecho de
que el Japón se ha apoderado, durante este
tiempo, de un inmenso territorio de China;
Italia, de Abisinia; Alemania, de Austria y
de la región de los Sudetes; Alemania e
Italia, juntas, de España; todo esto, en
contra de los intereses de los Estados no
agresores. La guerra sigue siendo guerra, el
bloque militar de los agresores, un bloque
militar, y los agresores siguen siendo
agresores".(2)
El jefe de los revolucionarios soviéticos
percibió diáfanamente que el entendimiento
entre los dos grandes sectores imperialistas
sería a la postre totalmente imposible.
Harto urgidos se hallaban ambos bandos de
las tierras coloniales que sólo uno de ellos
ostentaba, como para confiar en que
fructificarían sus transacciones públicas o
secretas. Si al condescender a los caprichos
del nazismo los políticos profesionales de
los depauperados imperios soñaban en
apuntalar la paz, los enviones cada vez más
impetuosos del diabólico competidor se
encargarían de sacarlos violentamente del
letargo. Sin embargo, la historiografía
burguesa de la segunda posguerra se obnubila
con el desiderátum de calumniar a Stalin; y,
con parcializado juicio, relega o desvirtúa
la rapiña por las naciones oprimidas y el
flujo y el reflujo de las potencias
opresoras, como causas prioritarias de la
conflagración mundial. Obviamente tampoco
admite la coincidencia de metas y anhelos
entre el régimen stalinista de los soviets y
la humanidad dolida y avanzada del planeta.
Por lo tanto no puede explicar nada de
cuanto sucedió, lo que es lamentable; pero
mucho menos de cuanto acontecería
posteriormente, lo que representa una
desgracia peor.
Dentro de los aliados occidentales se da
también el fenómeno de la ruptura del
equilibrio económico y militar, con arreglo
a lo cual se realizan la transformación de
sus relaciones y la sustitución, a raíz del
conflicto bélico, de la mayordomía inglesa
por la norteamericana, en el ámbito
imperialista. La industria estadinense, en
sostenido auge desde hacía cerca de cien
años y cuyos marcos nacionales le venían
quedando cortos desde finales del siglo XIX,
se encargaría no sólo de dotar
satisfactoriamente a sus tropas sino de
asistir, con los apoyos solicitados, a los
países amigos, particularmente a Inglaterra
y a Francia, que sin esa contribución no
hubieran acariciado perspectiva alguna de
triunfo, o simplemente no hubieran retornado
a la liza en Europa. La primera se
encontraba por el momento a salvo en su
ínsula y parapetada tras su flota, pero sin
recursos con qué emprender una
contraofensiva de envergadura. La segunda
había capitulado vergonzosamente, era un
república presa, y por su honor sólo
respondían la resistencia clandestina, en
suelo patrio, y el general De Gaulle que,
exiliado en Londres, disponía apenas de unas
formaciones exiguas y mal provistas y de un
área mínima del imperio de ultramar. El
ejército inglés evacuado de Dunquerque
abandonó su equipo y armamento en la huida.
Como a los alemanes su fuerza naval no les
garantizaba el abordaje de la Gran Bretaña,
optaron por el ataque aéreo en lugar de la
invasión. Durante meses los británicos
sufrieron el inclemente castigo sin poder
hacer mucho, excepto intentar una deficiente
defensa de sus cielos y escuchar las
ardorosas proclamas del Primer Ministro de
Su Majestad. Por cada bombardeo de Hitler,
un discurso de Churchill. Así,
improvisadamente, entró esa orgullosa
nación, con tantas posesiones coloniales por
perder, a esta guerra tan anunciada y que
tanto demandaría del elemento técnico y
científico de la producción industrial.
Siempre que Stalin, con el objeto de aliviar
la pesada carga del Ejército Rojo, indagó
sobre las dilaciones a las promesas de
apertura del otro frente, el gobierno inglés
se disculpó con el retraso en los aprestos
de los Estados Unidos. Es decir, como las
decisiones las toma y las imparte quien
posea los medios, y en la guerra éstos se
concretan en armas, provisiones,
transportes, etc., en Occidente la
iniciativa corría ya a cargo de los
manipuladores del Pentágono, el monumental
edificio que se inauguró precisamente por
aquellos desoladores días. Quedó establecida
una nueva relación: De Gaulle se esforzaba
por sujetar a sus díscolos y dispersos
partidarios; Churchill por sujetar a De
Gaulle, y Roosevelt por sujetar a Churchill,
a De Gaulle y a los partidarios de éste. Al
imperialismo yanqui le llegó el turno de
representar la función y saltó al escenario.
Aunque su reputación militar brillaba por
bisoña, él impondría los mandos y la
táctica; aunque su afecto por los compañeros
de odisea estaba al socaire de dudas, él se
inmiscuiría en los asuntos internos de
Inglaterra y Francia; aunque la adhesión a
la democracia constituía su más preciado
don, él quería para sí todas las riquezas,
todos los mercados, todos los imperios de
los demás y ser ungido déspota del universo.
Esto, dentro del sistema capitalista, se
entiende, porque el ladino de Roosevelt
salió trasquilado siempre que fue por la
lana del Estado bolchevique.
En cierta ocasión la Casa Blanca insistió
ante el Kremlin acerca de una autorización
para que aviones americanos sobrevolaran
Rusia y reubicaran en los planos aeródromos
y bases estratégicas, so pretexto de capear
una eventual acción japonesa por el Este. En
cortante y perentorio mensaje al presidente
gringo, Stalin replicó: "Su propuesta de que
el general Bradley inspeccione los objetivos
militares rusos en el Lejano Oriente y en
otros lugares de las URSS me ha producido
sorpresa. Debería ser perfectamente claro
que los objetivos militares rusos únicamente
pueden ser inspeccionados por rusos, al
igual que los objetivos militares americanos
sólo pueden ser inspeccionados por
americanos. En esta cuestión no debería
existir ninguna oscuridad".(3)
La cooperación estadinense se convirtió para
los desahuciados árbitros de Europa en otra
fuente seria de alarmas. Hitler les
vociferaba a mandíbula batiente: "El mundo
está mal repartido", y para lograr la
redistribución de las "propiedades
mundiales" nos atenemos a la sentencia de
que "el más fuerte determina el camino del
más débil" .(4) Por eso aquéllos acudieron
al otro lado del océano en búsqueda de
amparo y comprensión. Pronto se percataron
de que el aliado, no obstante combatir al
Eje y proporcionarles los préstamos y
auxilios pertinentes, propendía él también,
a su estilo y con su propia filosofía, a un
nuevo sorteo de las zonas de influencia. La
maniobra de aplazar el desembarco de
Normandía y el ir introduciéndose
paulatinamente en la guerra, con abundancia
de precauciones y escasez de riesgos,
reflejaban a plenitud las conveniencias de
Washington: aparecer, cuando todos los
contendientes estuvieran agotados, a sofocar
el fuego y presto a desenfundar la chequera,
su arma predilecta. El cálculo sólo fue
fallido con respecto al campo socialista,
porque Europa se reconstruiría con los
dólares americanos, aviso de que el sol de
otro imperio despuntaba en el horizonte
burgués, más poderoso que los anteriores y
por lo tanto más cruel y más siniestro.
¿Sugiere esto que la colaboración recíproca,
para arrinconar al fascismo, entre la
fortaleza proletaria y las repúblicas
capitalistas "no agresoras", significó, al
fin y al cabo, un desacierto? En absoluto.
Nos enseña, por el contrario, a aprehender
el meollo de la cuestión. Que los períodos
de calma y de reposo en las relaciones de
las potencias imperialistas se interrumpen
abrupta y frecuentemente; que la quiebra del
equilibrio obedece a la anárquica y desigual
evolución material de aquéllas y al continuo
cambio de sus fuerzas; que la rebatiña por
las colonias se impone inexorablemente y se
dirime mediante la guerra, al margen de los
hipócritas oficios de los políticos de la
reacción; que el proletariado debe
aprovechar las contradicciones entre sus
enconados enemigos para sacar avante y
afianzar las conquistas del socialismo, y
que la dirección obrera, en ninguna
circunstancia, ha de perder de vista la
naturaleza rapaz y expoliadora de los amos
del capital, si no desea ahogarse en la
charca del oportunismo. Indica, igualmente,
que Stalin, connotado discípulo de Marx y
Lenin, estuvo a la altura de sus
responsabilidades.
La entronización de la hegemonía
norteamericana constituyó un vuelco notorio;
mas hubo también otro digno de mencionarse:
la generalización del neocolonialismo, que
suplanta las antiguas formas coloniales de
dominio directo de la metrópoli, por las del
control indirecto, a través de gobiernos
títeres, elegidos incluso por voto popular y
adornados con todos los oropeles de la
democracia burguesa. Al someter a su égida a
las naciones más atrasadas, feudales y
semifeudales, y verter en ellas las
cornucopias rebosantes de dinero, el
imperialismo, fuera de centuplicar su
poderío económico con las materias primas
así apropiadas y con los mercados así
abiertos, propaga por doquier el modo de
producción capitalista y, sin proponérselo,
esparce los gérmenes de la rebeldía de los
pueblos colonizados. Cuanto más desarrollo
haya adquirido un país y más capital
nacional posea, con mayor acucia siente los
impulsos de recuperar sus riquezas, manejar
sus recursos, obtener la soberanía y
disfrutar realmente de la autodeterminación.
Las poblaciones sacadas del aislamiento
provinciano y puestas en contacto con la
cultura mundial ya no pueden ser tratadas,
tan fácilmente, con las herramientas
medievales de sojuzgación; se requiere de
otras más sutiles y, sobre todo, más
eficaces. Además, el grado de concentración
y de pujanza del monopolio llega a extremos
tales en superpotencias como los Estados
Unidos, que ningún régimen burgués, por
democrático que sea, se halla exento de ver
a sus funcionarios y mandatarios sobornados
por el imperialismo más pudiente, es decir,
de caer bajo la subordinación económica,
mediante los contratos leoninos, las leyes
elásticas y el "serrucho"(5) tristemente
célebre en Colombia.
En 1939, el capitalismo se había extendido
ya por el globo entero y hasta las
sociedades más rezagadas empezaban a saber
del obrero de fábrica y de la burguesía
criolla, clases permeables a las ideas
liberadoras y cuyas inquietudes bullían con
la guerra, con el cómico cuadro de la
pusilanimidad de los rectores de Europa y
con las intrigas de unos aliados contra
otros. Cuando De Gaulle, en medio del
vendaval, caló la determinación de Siria y
el Libano de no admitir más por las buenas a
la burocracia extranjera y de funcionar con
administradores nativos, expresó la
esperanza de que aquellas colonias, después
de que "alcanzaran la independencia",
todavía "tendrían mucho que ganar y nada que
perder con la presencia de Francia".(6) El
General, como colonialista consumado y ante
lo inevitable, sintetiza en sus palabras el
quid del neocolonialismo: conservar en la
nación saqueada y oprimida la presencia del
imperialismo saqueador y opresor, a pesar de
la independencia política de aquélla. Por
supuesto que ni la Cruz de Lorena ni De
Gaulle serían los principales usufructuarios
de la nueva teoría.
Un ave de rapiña más vigorosa y joven, made
in USA, se cernía sobre los países esclavos
y traía consigo el bálsamo redentor de las
reformas republicanas y el mensaje de la
libertad formal, con base en los cuales
serían restañadas las heridas y erigida otra
comunidad de naciones, su propia comunidad.
Mientras el lenguaje simula innovación, el
dólar americano sigue reafirmando su
preponderancia hasta configurar la divisa
internacional en que obligatoriamente se
tasan los negocios. En la Carta del
Atlántico, programa de guerra suscrito por
Roosevelt y Churchill, en agosto de 1941, se
lee que los signatarios "respetan el derecho
de todos los pueblos a elegir la forma de
gobierno bajo la cual quieren vivir, y
aspiran a que aquellos que están privados
por la fuerza de esta libertad, recuperen el
derecho a la soberanía y a la
autodeterminación". De tal manera,
presentándose como los portaestandarte de la
democracia, los Estados Unidos tejieron su
singular sistema colonial que les
permitiría, por los cinco continentes,
invertir ingentes sumas de capital,
apoderarse de los yacimientos y recursos
naturales estratégicos, vender sus
mercaderías y aplastar la competencia.
Muchas prebendas reporta el nuevo mecanismo
a los estranguladores de pueblos, además de
la demagogia que hacen. Sus inversiones y
empresas están comúnmente al cuidado de los
ejércitos fantoches, ahorrándose los gastos
de guarnición dentro de muchos de los países
sometidos. Las administraciones locales,
elegidas ojalá por sufragio, son el blanco
visible de las iras populares; y cuando el
desprestigio las mina y la prudencia
aconseja reemplazarlas por otras camarillas,
el sistema no sufre demasiado, porque anda
igual con liberales o conservadores,
oficialistas u oposicionistas,
socialdemócratas o revisionistas. Obsérvese
que la estabilidad de los gobiernos de las
neocolonias marcha en proporción inversa a
la inflación, al alto costo de la vida, a la
miseria de las gentes, males causados por la
insaciable voracidad de los magnates de la
metrópoli.
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Mosquera |
EXPERIENCIAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
PARA TENER EN CUENTA (Cont.)
Lo arriba descrito no significa, sin
embargo, que la Casa Blanca haya renunciado
a conducirse como solían hacerlo los
antiguos déspotas. Ella también ha
movilizado sus tropas y flotas por todas las
latitudes, ha invadido, ocupado y
establecido bases militares en territorios
ajenos; ha asesinado, arrasado e incendiado.
La democracia proimperialista, como lo
recuerda el MOIR a cada paso, no excluye el
estado de sitio, el Estatuto de Seguridad,
la tortura, o el golpe cuartelario. Lo
importante de entender es que la
implantación generalizada del
neocolonialismo sobre las naciones pobres y
débiles cimienta la tan olvidada tesis del
leninismo de que ninguna democracia, ninguna
especie republicana de gobierno, ningún
"derecho humano", impide la explotación
económica de los países por parte del
imperialismo. Sólo la revolución liberadora
dirigida por el proletariado, en último
término el socialismo, interpondrá la
muralla impenetrable para los ardides de
financistas y banqueros e inexpugnable para
la violencia reaccionaria. El ignorar estos
principios desfiguró a un sinnúmero de
partidos comunistas, en cuya degeneración
llegaron, después de la guerra, a entonar
alabanzas a Roosevelt, porque el munífico
prócer se tomaba la molestia de engatusar a
los pueblos con las pláticas
contrarevolucionarias sobre la largueza y
las bondades de sus patrocinadores, el hampa
de Wall Street.
Hasta aquí hemos redondeado un análisis de
la fase histórica que sirvió de telón de
fondo a la Gran Guerra Patria de la URSS,
sus causas y situaciones posteriores.
Desafortunadamente pasamos por alto multitud
de hechos, abultados y menudos, que hubieran
venido en nuestra ayuda para ilustrar los
lineamientos centrales expuestos. En otra
oportunidad será. Respecto a este tema sí
que cabe afirmar que sobra literatura. Sobre
él circulan montañas y montañas de libros,
de folletos, de artículos. Pero su
abrumadora mayoría, particularmente en un
medio como el colombiano, pinta color de
rosa las canalladas de los imperialistas y
no faltan los libelos justificativos de las
atrocidades del nazismo. Que la presente
recopilación de los discursos de Stalin
alerte a los obreros avanzados y cultos
acerca de la necesidad de no abandonar al
enemigo de clase ni una sola de las esferas
de la actividad ideológica y política, mucho
menos la que concierne a las más
aleccionadoras experiencias de la lucha
internacional proletaria.
Los empeños seculares tras suprimir la
explotación del hombre por el hombre
hállanse lejos de coronarse. Aún no hay un
campeón definitivo y, el movimiento
comunista encara pruebas tan delicadas o
peores que las del pasado. En menos de
veinte años las relaciones surgidas de la
Segunda Guerra Mundial han sido desplazadas
por otras muy distintas. Dos cambios
radicales hemos contemplado en este tiempo:
los dirigentes de la Unión Soviética abjuran
de la causa de los trabajadores, abrazando
el revisionismo y transformando su Estado en
un régimen socialfascista; y el imperialismo
norteamericano inicia su declinación,
mientras Rusia procura afanosamente
sucederle como gendarme del planeta. La
gravedad del asunto y sus repercusiones
dentro de las filas del proletariado
militante son a todas luces catastróficas.
Consiste en un mayúsculo timonazo hacia
atrás. No obstante, a la clase obrera no le
queda más remedio que sobreponerse al
desconcierto y arrostrar el problema con
entereza, sin cobardías, decidida a derrotar
la derrota, como en tantas otras ocasiones
lo ha hecho. No se pasará la vida llorando
sobre la leche derramada. Su instinto
revolucionario que la impele a vencer, no le
permite resignarse a la opresión y al
engaño. Mas, ¿por dónde empezar? Antes que
nada volver al marxismo-leninismo,
rescatarlo de las manos de los revisionistas
y charlatanes burgueses, pues el fracaso no
es de aquél, sino de quienes lo han
traicionado y continúan usándolo de mampara.
¿Atravesamos ciertamente un período de gran
retroceso? ¿Son insólitas tales
contramarchas en el acompasar social? Lenin
subraya: "Imaginar el curso de la historia
como parejo y siempre hacia adelante, sin
ocasionales saltos gigantescos hacia atrás,
sería no dialéctico, no científico y
teóricamente falso".(7) ¿Puede el socialismo
trastocarse en capitalismo? Proliferan al
respecto las referencias de los inmortales
preceptores del proletariado. En más de un
pasaje previenen sobre los riesgos de
semejante involución. En primer lugar, la
sociedad socialista solamente representa un
interregno entre el capitalismo y el
comunismo, para cuya duración nadie se
atrevería a fijar una fecha, pero de seguro
abarcará varias centurias. En esta época de
transición todavía no se difuminan las
clases ni la lucha de clases. Aun cuando han
emergido países en donde fue eliminada la
propiedad privada de los medios de
producción, en el resto de la Tierra
subsisten el capital y el imperialismo, o
sea la explotación del trabajo y la
depredación de unas naciones por otras. En
segundo lugar, el socialismo no prescinde
del Estado, porque el proletariado
gobernante precisa de éste para mantener
aplastada a la burguesía interna, debelar
sus tentativas de restauración y defenderse
de las agresiones de los capitalistas
externos. Las clases tampoco desaparecen
dentro de las repúblicas emancipadas con la
simple expropiación de los explotadores y la
instauración de la dictadura de la masa
laboriosa. Ahora bien, a fin de evitar el
remozamiento de los estratos burgueses,
resulta indispensable una brega, más recia y
prolongada que la de la toma del Poder, para
suprimir todos y cada uno de los privilegios
sociales originados en las desigualdades
naturales de los individuos, y en las
diferencias entre el campo y la ciudad y
entre los trabajadores manuales e
intelectuales. Si aquellos esfuerzos se
descuidan, si se consienten tales
diferencias y desigualdades, si no se
reprimen las conspiraciones restauradoras de
la reacción y si, por añadidura, los
dignatarios del gobierno se burocratizan,
dejan de responder a los intereses de los
obreros y se tornan en zánganos con aguijón,
es decir, con jurisdicción y mando, nada
raro será que el socialismo se retracte y
regrese al estadio social contrario. Así
como a nivel individual o partidario se
presenta a menudo la traición y la
combatimos, no existe teoría válida para
negarla a nivel del Estado. La distinción
radica en que el oportunismo, dueño del
engranaje estatal, cuenta con muchísimos más
medios para distorsionar la verdad y
amordazar el descontento. Y estos
instrumentos serán infinitamente superiores
si se trata de la máquina soviética,
reforzada además con los respectivos poderes
de los países pertenecientes al extinto
campo socialista, ahora bajo su omnímodo
control. A tales dimensiones no basta con la
pura crítica para destruir a los
recalcitrantes; se requiere desafiarlos con
otra fuerza equiparable, la única al alcance
de los rebeldes perseguidos: la revolución.
Mao Tsetung, sistematizando las lecciones
extraídas de la etapa de la construcción
socialista, propone la imbatible fórmula de
las revoluciones culturales proletarias para
precaver los timonazos hacia atrás y
asegurar el progreso ininterrumpido del
socialismo bajo las condiciones de la
dictadura obrera.
Tampoco debería sorprender, después de tanto
insuceso, que las gentes vaguen confusas al
vaivén de las más peculiares opiniones. Unas
se consumen en la frustración al ver a los
autodenominados fortines socialistas
comportarse cual los viejos imperios,
trasladando tropas de ocupación a naciones
pequeñas y menesterosas; otras aceptan
resignadas que aquéllos se sacudan las
crisis económicas en forma bastante parecida
a las de las sociedades regentadas por el
capital. Semejantes opiniones optan por el
total escepticismo, en la creencia de que
los comunistas fracasaron también y que la
especie se encuentra fatalmente sentenciada
a tolerar los goces del rico Epulón, a costa
de los pesares del pobre Lázaro. Contra
tales tendencias habremos de esclarecer cómo
la conducta de los socialimperialistas y sus
agentes nada guarda en común con la
revolución proletaria y las prédicas del
marxismo. Algunos conceptúan que las
repúblicas socialistas están autorizadas a
imitar las prácticas filibusteras de los
monopolios capitalistas, con tal de que
apresuren el proceso revolucionario, y
aunque los soviéticos, de contera, se
engullan su parte del león por los servicios
prestados. Estos conceptos llevan el sello
típico de la propaganda mamerta, orientada a
exculpar las tropelías de los nuevos zares,
con el alegato de que los soviéticos
desalojan a los gringos de sus zonas de
influencia y los pueblos, así liberados, no
pueden menos que pasar al regazo materno del
oso siberiano. Toda nación que, a título de
cualquier obra pía, invada y mantenga dentro
de las fronteras de otros pueblos ejércitos
de ocupación, o representa un país
colonizado que recibe órdenes de amos
extranjeros, o consiste en una potencia
imperialista que actúa en su propio
beneficio.
El imperialismo ha sido, es y será la
opresión de unas naciones por otras. Los
agresores siempre se escudan en alguna
consigna atractiva para llevar a cabo sus
desmanes. En la Segunda Guerra Mundial los
miembros del Eje le ofrecían la "libertad" a
la India para devorársela. Los Estados
Unidos posaban y posan de cauteladores de la
"democracia" con el objeto de ambientar sus
ambiciones colonialistas. Los soviéticos
prometen el "socialismo" para instaurar su
hegemonía mundial. Pero ni la "libertad" de
Hitler, ni la "democracia" de Carter, ni el
"socialismo" de Brezhnev, han de ser tomados
en serio. El marxismo-leninismo rechaza de
la manera más contundente e inequívoca todo
tipo de sojuzgamiento entre los países, no
sólo como una desfiguración de la democracia
en general, sino como una gran traba que
debe barrerse para hacer efectiva la unidad
de los obreros de todas las nacionalidades y
despejar el porvenir a la causa socialista.
Desde 1867, los fundadores del socialismo
científico, al reflexionar sobre las
consecuencias del avasallamiento de Irlanda
por parte de Inglaterra, desterraron el
errático criterio de que los irlandeses
habrían de aguardar el triunfo de la
revolución proletaria inglesa para
favorecerse. El asunto era completamente a
la inversa. "La historia irlandesa muestra
qué desgracia es para una nación haber
sojuzgado a otra. Todas las infamias de los
ingleses tienen su origen en el ámbito de
Irlanda", le escribía Engels a Marx; y éste
reafirmaba: "La clase obrera inglesa no
podrá hacer nada, mientras no se desembarace
de Irlanda... La reacción inglesa, en
Inglaterra, tiene sus raíces en el
sometimiento de Irlanda"(8). Al disipar el
equívoco, el marxismo desentrañó cómo los
verdugos de las naciones opresoras se nutren
de la expoliación de los países sometidos; y
pertrechó al proletariado con la orientación
meridiana de propugnar y garantizar la
independencia y soberanía de las naciones en
provecho de su propia emancipación de clase.
En ello se fundamenta Lenin para definir la
era imperialista como la época del
oportunismo. Con las migajas que les sobran
del escamoteo de las riquezas de sus
colonias, los señores de la metrópoli
engordan a una élite aristocrática de
trabajadores, comisionada de las labores de
zapa y de felonía entre la masa esclavizada.
Derribar la opresión nacional significa
privar de su principal soporte al
imperialismo y a sus mandaderos. Por eso el
acercamiento entre los países y su recíproca
solidaridad han de basarse en la pauta
revolucionaria del mutuo respeto a sus
libertades y derechos.
Los revisionistas contemporáneos, siguiendo
las huellas de sus predecesores, los
chovinistas de la II Internacional, se mofan
del principio de la autodeterminación de las
naciones, cuya esencia reside en la facultad
de cada pueblo para darse efectiva y no
verbalmente, la forma de gobierno que a bien
tenga, sin presiones externas, ni
"asesores", ni "protectores" de ninguna
índole. Norma democrática que, en lugar de
añejarse con los triunfos y reveses
socialistas, adquiere día a día mayor
actualidad. El papel deplorable del gobierno
cubano, al suministrar a los soviéticos
tropas mercenarias para "ayudar" a la
revolución angoleña, contrasta con una
infalible admonición del marxismo pero a la
vez le imprime vigencia: "Una cosa es
segura: el proletariado victorioso no puede
imponer la felicidad a ningún pueblo
extranjero sin comprometer su propia
victoria"(9).Desde 1975 para acá, de
cincuenta a sesenta mil soldados cubanos
operan en África, pisoteando los predios de
Angola, Etiopía y otros países presididos
por áulicos del socialimperialismo. Ni
pensar que la Isla del Caribe, plagada de
privaciones económicas, disponga de 1,s
recursos financieros suficientes para
sufragar los gastos de tan costosa empresa
guerrerista. En el atolladero, el régimen de
Fidel Castro ha de depender aún más de la
Unión Soviética, duplicar las cargas a su
pueblo y echar mano de los bienes de las
poblaciones africanas entregadas a su
custodia.
Las aventuras expansionistas de Viet Nam,
otro de los planetoides de Moscú, que ha
invadido y actualmente ocupa a Kanipuchea y
Lao con cientos de miles de hombres, tras el
despropósito de instalar administraciones
dóciles a sus dictados, igualmente riñen con
el espíritu y la letra del socialismo: "El
proletariado que se emancipa no puede
mantener guerras coloniales"(10). Los
trabajadores de ninguna lengua o región del
orbe querrían leer más el Manifiesto
Comunista, entonar las estrofas de La
Internacional, o izar los rojos pendones de
la revolución socialista, si se les obliga a
importar la independencia e inclinarse ante
la intromisión y las armas extranjeras. En
efecto, la causa obrera no tendría futuro
alguno, si no condenáramos enérgicamente la
traición y la crueldad de los revisionistas
vietnamitas, ni calificáramos su conducta
como lo que es, el desespero bárbaro y
sangriento por hacer de Indochina una
avanzada de la reacción moscovita.
Y los genocidios en Afganistán, perpetrados
ya no por las fuerzas expedicionarias de los
satélites de Rusia, sino directamente por su
ejército regular, son la reencarnación viva,
a los 73 años, de la "política colonial
socialista", sepultada en el Congreso de la
II Internacional, en Stuttgart, y fustigada
implacablemente por Lenin, como "un franco
retroceso hacia la política burguesa y la
concepción del mundo burgués, que justifica
las guerras y las atrocidades
coloniales"(11). Los usurpadores del
Krenilin se esconden tras el glorioso pasado
de los bolcheviques para llevar a cabo sus
fechorías. La coartada de que el lacayo de
Karmal, subido en andas al trono sobre las
bayonetas soviéticas, solicita a los
victimarios salvar a su patria, causa no
poco estupor, por lo cínica y descabellada.
Más temprano que tarde las naciones y los
gobiernos amantes de la paz identificarán en
los cabecillas de la superpotencia de
Oriente a sus agresores, y en los desafueros
de ésta, los anticipos de la próxima guerra
mundial. La República Popular China,
amenazada de muerte por sus altaneros y
rabiosos vecinos del Norte, ha contribuido
decisiva y masivamente, gracias a las
instrucciones dadas en vida por el camarada
Mao Tsetung, al desenmascaramiento de la
verdadera catadura y de las recónditas y
torvas intenciones del socialimperialismo.
Desde las populosas urbes capitalistas hasta
los más apartados rincones del planeta,
donde existan obreros no inficionados por la
ponzoña del revisionismo, los incipientes
núcleos revolucionarios se reorganizan para
efectuar las tareas de propaganda y
esclarecimiento entre el grueso de la
multitud, preludio de la acción. Su
tenacidad será recompensada. Entre más se
obstina el lobo en disfrazarse de oveja más
delata su perfidia. Cada aldea afgana
arrasada convencerá a millones de personas
de que las autoridades rusas renegaron de
Lenin y cambiaron de consignas, de ideales,
de moral. Las hordas invasoras, aunque sigan
portando la hoz y el martillo, símbolo de la
alianza obrero-campesina y de la fraternidad
entre los pueblos; realizan una guerra
injusta y en nada se parecen a los abnegados
y bravos combatientes que murieron por
Stalingrado.
El mundo es demasiado grande para tomarlo
preso. No hay hierro con qué construir una
cárcel de tales magnitudes, ni policías
suficientes con qué hacer efectiva la orden
de captura. Todos los dementes que en la
historia se lo han propuesto terminaron en
la fosa y cubiertos de oprobio. La Unión
Soviética se viene sistemáticamente
alistando, como un III Reich, para tamaño
disparate. Su trabajo nacional se halla en
una alta medida militarizado. Relegó ya a
los Estados Unidos en potencia de fuego
convencional y nuclear. Con las divisiones
del Pacto de Varsovia, en ventaja sobre las
de la OTAN, amaga golpear a Europa, uno de
sus objetivos estratégicos capitales. En el
Este tiende un gigantesco cerco a China y
acecha a Japón. Extiende sus cabezas de
playa en el Medio Oriente, Asia, África y
América Latina. Sus flotas surcan los mares
braveando e intimidando. Con la enorme
acumulación del material bélico y el
descuido de renglones claves de la
producción, la URSS entra en el círculo
vicioso de que a mayores necesidades
económicas, mayores deseos colonialistas,
los cuales, a su vez, sólo puede satisfacer
intensificando los preparativos de guerra y
ocasionando más detrimento a aquellos
renglones, y así sucesivamente. En el abismo
de ese despeñadero la espera, con las fauces
abiertas, la tercera conflagración mundial.
A pesar de su retroceso y de los titubeos
del presidente Carter, el Chamberlain
estadinense, la superpotencia de Occidente
se siente constreñida a reaccionar en
preservación de sus posesiones
neocoloniales. Europa y Japón, no obstante
las debilidades manifestadas por su aliado
norteamericano y las contradicciones
financieras y comerciales con éste,
aprobarán la máxima cooperación con él, ante
los chantajes de Moscú, el enemigo
principal. Las naciones atrasadas del Tercer
Mundo que luchan por su cabal
autodeterminación, así como los pueblos
guindados a la escarpia soviética, junto a
China y al resto de las repúblicas
proletarias, forjarán, con todos los países
capitalistas no agresores, un invencible
frente único contra el socialfascismo. Con
la victoria de este frente, se crearán las
condiciones requeridas para la eliminación
de cualquier tipo de expoliación
colonialista y para la consolidación del
socialismo. De la misma manera como el
progreso de la humanidad ha pasado siempre
por encima de las peores truculencias de las
fuerzas reaccionarias, el ultimátum de la
guerra nuclear tampoco impedirá que la
revolución contemporánea cumpla su cometido
de barrer de la faz de la Tierra la
esclavitud entre las personas y entre las
naciones.
Después de rastrear el curso de las
contradicciones que perfilaron el panorama
internacional vigente, cuán romas e ilusas
se nos presentan las invitaciones de los
reformistas colombianos, marca Firmes, por
ejemplo, a que nos enclaustremos en un
nacionalismo pequeñoburgués a ultranza.
Colombia de ningún modo se sustraerá a las
tormentas mundiales, y en procura de su
emancipación plena habrá de tomar su puesto
al lado de las corrientes democráticas y
revolucionarías, promotoras del frente único
contra el socialimperialismo. Y el
proletariado colombiano, al igual que sus
camaradas de los demás países, debe
principiar por redimir, de las "academias de
ciencias" oficiales, las más aleccionadoras
experiencias de los desbrozadores del
comunismo; en particular las que se refieren
a los 28 años de dirección de Stalin del
primer Estado socialista que llegó a
despegar, aquella edad madura y brillante de
la revolución bolchevique.
NOTAS
(1) Prólogo escrito por Francisco Mosquera
para el libro José Stalin, la Gran Guerra
Patria, Bogotá, Editorial Bandera Roja,
traducido y acotado por Gabriel Iriarte.
(2) J. Stalin, 1nforme ante el XVIII
Congreso del Partido sobre la labor del
Comité Central del P.C. (b) de la URSS", 10
de marzo de 1939, en Cuestiones del
leninismo, Pekín, Ediciones en Lenguas
Extranjeras, pág. 900.
(3) J. Stalin, Correspondencia secreta dé
Stalin con Churchill, Attlee, Roosevelt y
Truman 1941-1945, México, D. F., Editorial
Grijalbo, S. A., 1958, pág. 373.
(4) Adolfo Hitler, discurso; Habla el
Führer, Helmut Heiber, H. Von Kotze, H.
Krausnick, Barcelona, Plaza y Janés S. A.
Editores, 1973, pág. 548.
(5) Serrucho: "Ganancia obtenida
ilícitamente en un negocio o asunto y que se
reparte entre cada uno de los participantes,
sobre todo tratándose de funcionarios
públicos". (Nuevo Diccionario de
Americanismos, Instituto Caro y Cuervo,
Bogotá, 1993, Tomo 1, pág. 371).
(6) General De Gaulle, Memorias de Guerra,
Tomo II, Barcelona, Luis de Caralt Editor,
pág. 27.
(7) V. I. Lenin, "El folleto de Junius", en
Obras Completas, Tomo XXIII, Buenos Aires,
Editorial Cartago, 1970, pág. 431.
(8) Tanto los apartes de Engels como los de
Marx son transcritos por Lenin en su
artículo "El derecho de las naciones a la
autodeterminación". Op. cit., Tomo XXI,
págs. 359 y 360.
(9) F. Engels, "Carta a Carlos Kautsky",
Obras Escogidas de C. Marx y F. Engels, Tomo
III, Moscú, Editorial Progreso, 1976, pág.
508.
(10) F. Engels. Idem, pág. 508.
(11) V. 1. Lenin, El Congreso Socialista
Internacional de Stungart, Idem, Tomo XIII,
pág. 86.
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EXPERIENCIAS
DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL PARA TENER EN
CUENTA (Cont.)
La
división entre las dos facciones alrededor
de las cuales se realinderó la morralla
capitalista, sus encontrados propósitos, el
ascenso y la agresividad de la una, al lado
de la decadencia y la indefensión de la
otra, viabilizaron la alianza de la Unión
Soviética con el contingente
anglonorteamericano. Ninguna gestión, por
desprevenida y contemporizadora que fuese,
obraría el milagro de morigerar las
diferencias interimperialistas. Al revés,
éstas siguieron su curso normal,
agudizándose a cada paso, hasta saldarse
inexorablemente a cañonazos, por encima de
los temblorosos pronunciamientos y las
bobaliconas intrigas de la cuerda
Washington-Londres-París. El zarpazo contra
la seguridad del Estado socialista provenía
incuestionablemente de parte de Alemania.
Concertar la cooperación con los enemigos
comunes del Eje, así encarnaran fuerzas de
naturaleza expoliadora y colonialista pero
inhabilitadas para hacer valer su
iniciativa, respondía a una necesidad de
legítima defensa que Stalin avizoró con
bastante antelación e insistió en ella hasta
satisfacerla. El acta de no agresión firmada
por Ribbentrop y Molotov a mediados de 1939,
absolutamente indispensable luego de la
contumaz negativa de Occidente a convenir la
lucha conjunta contra el fascismo, y sobre
la cual tanto especularon los más disímiles
comentaristas burgueses, no dejaría de ser
un acuerdo eminentemente pasajero que, según
el enfoque objetivo de la URSS, permitía
ganar tiempo y esperar la arremetida germana
desde posiciones militares lo más favorable
posibles. La tergiversación respecto al
mencionado protocolo soviético-alemán, que
todavía hoy se zaranda después de cuarenta
años, pretende en vano echar tierra a los
titubeos y a las furtivas entendederas de
los mandatarios occidentales con los
jerarcas nazis. Abundan los testimonios de
que el Krenilin repicó constantemente sobre
la conveniencia de concertar la ayuda mutua
con los gobiernos llamados democráticos,
consciente de que se evitaría mejor el
estallido de la guerra con el levantamiento
de un poderoso dique de todas las naciones
amantes de la paz, ante el cual se
deshicieran las bravuconadas de los
expansionistas, que con la adopción de la
fementida política de "neutralidad" y "no
intervención", con la cual se le daba luz
verde a la masacre. La práctica corroboró la
justeza de las directrices de Stalin para
una coyuntura sin antecedentes en los anales
de la clase obrera. Si bien las condiciones
se asemejan a las de la década del diez, en
el sentido de que la conflagración la
provoca la rebatiña entre las naciones
"civilizadas" por el control del orbe, había
un factor nuevo: la permanencia de un
próspero país socialista, habitado por 200
millones de personas, faro y ejemplo de los
revolucionarios de todo el globo, cuya
integridad entraba en juego al precipitarse
la hecatombe. Como presa codiciada a los
ojos de la sórdida reacción teutónica, la
Unión Soviética no sólo no se eximiría de la
contienda, sino que la vastedad de su
territorio estaba destinada a servir de
escenario principal de ésta. Bajo tales
augurios, descubrir y facilitar los medios
para la salvaguardia de Rusia, debía
constituir el primer deber del proletariado
internacional. Cuando Lenin encaró en 1914
el problema de la guerra imperialista
calificó de judas y caínes a quienes, en
nombre del comunismo y tras el argumento de
proteger a sus "patrias", se coligaron con
los bandoleros enzarzados en la criminal
disputa por las tierras ajenas. Precisó: ni
los trabajadores ni los pueblos oprimidos
saldrían gananciosos de la matanza; se
lucrarían únicamente los banqueros y
potentados del bloque vencedor (el cual
terminó siendo, como ya dijimos, el
capitaneado por Gran Bretaña y Francia), y
el desgaste general de los gobiernos por el
esfuerzo bélico señalaría la hora de la
insurrección, si los partidos proletarios no
se contaminaban de chovinismo, ponían a
salvo su independencia de clase y eran
capaces de movilizar a las masas hacia la
guerra civil contra los responsables del
holocausto. Estas certeras apreciaciones
sobre la época del imperialismo, o
capitalismo descompuesto, se materializan
magistralmente con el advenimiento de la
gloriosa Revolución de Octubre. La
estrategia se resume en sacar, en bien de la
causa obrera, la máxima utilidad al
recíproco despedazamiento de las potencias
expoliadoras. Guiándose por aquellos
principios leninistas básicos, Stalin
propugna, en consonancia con las
particularidades de la Segunda Guerra
Mundial, la configuración, a la más amplia
escala, del frente único antifaseista. Si se
consideran los múltiples aspectos de la
situación, el cerco letal que atenazaba a la
Unión Soviética, el apogeo del nazismo, el
eclipse de los imperios europeos y la
tendencia irresistible hacia la,
autodeterminación de las colonias amenazadas
ahora por el yugo de Alemania y sus
compinches, se comprenderá, sin quemar mucho
fósforo, que aquel frente absolvía el
interrogante de cómo aprovechar las
contradicciones interimperialistas en pro de
la Gran Guerra Patria y de las guerras de
liberación nacional de los pueblos
sometidos. Ni hablar de que las masas
asalariadas de todas las latitudes
recibirían el más duro golpe con el
derrumbamiento de la URSS. Los resultados
están a la vista. No obstante la alta cuota
de sangre, la Unión Soviética sorteó la
tormenta y arribó su nave a buen puerto. En
Asia, medio millar de millones de chinos
expulsaron fuera de sus fronteras a los
japoneses y allanaron la senda hacia ¡a
revolución de nueva democracia. Otro tanto
les acontece a los vietnamitas y coreanos.
En Europa la táctica aplicada permite
desgajar, del podrido tronco derribado, a
Yugoslavia, Albania, Polonia,
Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y
Alemania Oriental. Al inicio de los años
cuarentas subsistía una sola república bajo
la conducción obrera; después del cataclismo
y de entre los escombros brotaría el campo
socialista.
Al
calificar de "agresores" a los alemanes y
cía. y de "no agresores" a los ingleses y
cía., Stalin, además de proferir un
diagnóstico exacto de los gobiernos
burgueses de aquel período, demostró un
empleo sesudo, dialéctico, no dogmático, del
marxismo-leninismo, el cual proporciona los
basamentos generales para el análisis de las
cosas, pero, desde luego, no profetiza las
formas que éstas adoptan, ni la relevancia
de tal o cual tópico dentro del,
conglomerado, ni las incidencias del
infinito número de casualidades que en el
discurrir histórico operan en uno u otro
sentido. Una de las regulaciones medulares
del proceso capitalista descubiertas por
Marx es la de su evolución anárquica y
desigual. No se encuentra bajo este sistema
una empresa, una sociedad anónima, una rama
industrial, una nación que crezca pareja con
otra. Hay constantemente una modificación de
las proporciones y de la relación de dichas
entidades económicas entre sí. Esto por una
parte, y por la otra, no conocen más método
que la fuerza para prevalecer sobre sus
oponentes. En la fase imperialista tales
contradicciones explotan con mayor
acerbidad, adquieren la dimensión de pugnas
entre Estados o coaliciones de Estados y se
zanjan mediante la guerra. Cuando Marx y
Engels abocan la problemática de su siglo,
cabalmente se fundamentan en la norma del
desenvolvimiento dispar del capitalismo para
desentrañar el rol de los diversos pueblos
en el conjunto de la revolución democrática.
El dilema de a qué movimiento burgués
progresista apoyar, lo resolvieron a favor o
en contra según debilitara o no a Rusia, el
principal fortín de la reacción de la época.
¿El postulado de Lenin acerca de la
posibilidad del triunfo del socialismo en un
solo país, de manera aislada, o en pocos
países, no se sustenta acaso en el mismo
criterio del desarrollo desigual de las
repúblicas imperialistas y de sus
irreconciliables antagonismos? Por idéntica
razón los acuerdos entre los capitalistas y
entre sus potencias, cuando se presentan, no
dejan de ser traumáticos, inconsistentes y
fugaces. Al quebrarse la estabilidad debido
a la variación de las fuerzas e imponerse el
interés colonialista, vuelan, cual vilanos
al aire, las empalagosas y fofas
disertaciones de los propagandistas del
"apaciguamiento", o de la "distensión", como
ahora se le nombra. El paraguas del necio
señor Chamberlain no pararía las andanadas
de los artilleros germanos. Moscú lo
advirtió a tiempo, y se reía de la trampa
tendida por Berlín a Occidente con el
señuelo del "pacto anticomintern" y con las
demás profesiones de fe, encaminadas a
convencer de que los preparativos militares
se circunscribirían a la destrucción de los
bolcheviques.
Stalin
les increpaba a burladores y burlados:
"Es
ridículo buscar focos de la Internacional
Comunista en los desiertos de Mongolia, en
las montañas de Abisinia, en los desolados
campos del Marruecos Español.
"Pero
la guerra es inexorable. No existen velos
que puedan ocultarla. Porque ningún 'e¡e',
ningún 'triángulo' y ningún 'Pacto
anticomintern' pueden ocultar el hecho de
que el Japón se ha apoderado, durante este
tiempo, de un inmenso territorio de China;
Italia, de Abisinia; Alemania, de Austria
y de la región de los Sudetes; Alemania e
Italia, juntas, de España; todo esto, en
contra de los intereses de los Estados no
agresores. La guerra sigue siendo guerra,
el bloque militar de los agresores, un
bloque militar, y los agresores siguen
siendo agresores".(2)
El
jefe de los revolucionarios soviéticos
percibió diáfanamente que el entendimiento
entre los dos grandes sectores imperialistas
sería a la postre totalmente imposible.
Harto urgidos se hallaban ambos bandos de
las tierras coloniales que sólo uno de ellos
ostentaba, como para confiar en que
fructificarían sus transacciones públicas o
secretas. Si al condescender a los caprichos
del nazismo los políticos profesionales de
los depauperados imperios soñaban en
apuntalar la paz, los enviones cada vez más
impetuosos del diabólico competidor se
encargarían de sacarlos violentamente del
letargo. Sin embargo, la historiografía
burguesa de la segunda posguerra se obnubila
con el desiderátum de calumniar a Stalin; y,
con parcializado juicio, relega o desvirtúa
la rapiña por las naciones oprimidas y el
flujo y el reflujo de las potencias
opresoras, como causas prioritarias de la
conflagración mundial. Obviamente tampoco
admite la coincidencia de metas y anhelos
entre el régimen stalinista de los soviets y
la humanidad dolida y avanzada del planeta.
Por lo tanto no puede explicar nada de
cuanto sucedió, lo que es lamentable; pero
mucho menos de cuanto acontecería
posteriormente, lo que representa una
desgracia peor.
Dentro
de los aliados occidentales se da también el
fenómeno de la ruptura del equilibrio
económico y militar, con arreglo a lo cual
se realizan la transformación de sus
relaciones y la sustitución, a raíz del
conflicto bélico, de la mayordomía inglesa
por la norteamericana, en el ámbito
imperialista. La industria estadinense, en
sostenido auge desde hacía cerca de cien
años y cuyos marcos nacionales le venían
quedando cortos desde finales del siglo XIX,
se encargaría no sólo de dotar
satisfactoriamente a sus tropas sino de
asistir, con los apoyos solicitados, a los
países amigos, particularmente a Inglaterra
y a Francia, que sin esa contribución no
hubieran acariciado perspectiva alguna de
triunfo, o simplemente no hubieran retornado
a la liza en Europa. La primera se
encontraba por el momento a salvo en su
ínsula y parapetada tras su flota, pero sin
recursos con qué emprender una
contraofensiva de envergadura. La segunda
había capitulado vergonzosamente, era un
república presa, y por su honor sólo
respondían la resistencia clandestina, en
suelo patrio, y el general De Gaulle que,
exiliado en Londres, disponía apenas de unas
formaciones exiguas y mal provistas y de un
área mínima del imperio de ultramar. El
ejército inglés evacuado de Dunquerque
abandonó su equipo y armamento en la huida.
Como a los alemanes su fuerza naval no les
garantizaba el abordaje de la Gran Bretaña,
optaron por el ataque aéreo en lugar de la
invasión. Durante meses los británicos
sufrieron el inclemente castigo sin poder
hacer mucho, excepto intentar una deficiente
defensa de sus cielos y escuchar las
ardorosas proclamas del Primer Ministro de
Su Majestad. Por cada bombardeo de Hitler,
un discurso de Churchill. Así,
improvisadamente, entró esa orgullosa
nación, con tantas posesiones coloniales por
perder, a esta guerra tan anunciada y que
tanto demandaría del elemento técnico y
científico de la producción industrial.
Siempre que Stalin, con el objeto de aliviar
la pesada carga del Ejército Rojo, indagó
sobre las dilaciones a las promesas de
apertura del otro frente, el gobierno inglés
se disculpó con el retraso en los aprestos
de los Estados Unidos. Es decir, como las
decisiones las toma y las imparte quien
posea los medios, y en la guerra éstos se
concretan en armas, provisiones,
transportes, etc., en Occidente la
iniciativa corría ya a cargo de los
manipuladores del Pentágono, el monumental
edificio que se inauguró precisamente por
aquellos desoladores días. Quedó establecida
una nueva relación: De Gaulle se esforzaba
por sujetar a sus díscolos y dispersos
partidarios; Churchill por sujetar a De
Gaulle, y Roosevelt por sujetar a Churchill,
a De Gaulle y a los partidarios de éste. Al
imperialismo yanqui le llegó el turno de
representar la función y saltó al escenario.
Aunque su reputación militar brillaba por
bisoña, él impondría los mandos y la
táctica; aunque su afecto por los compañeros
de odisea estaba al socaire de dudas, él se
inmiscuiría en los asuntos internos de
Inglaterra y Francia; aunque la adhesión a
la democracia constituía su más preciado
don, él quería para sí todas las riquezas,
todos los mercados, todos los imperios de
los demás y ser ungido déspota del universo.
Esto, dentro del sistema capitalista, se
entiende, porque el ladino de Roosevelt
salió trasquilado siempre que fue por la
lana del Estado bolchevique.
En
cierta ocasión la Casa Blanca insistió ante
el Kremlin acerca de una autorización para
que aviones americanos sobrevolaran Rusia y
reubicaran en los planos aeródromos y bases
estratégicas, so pretexto de capear una
eventual acción japonesa por el Este. En
cortante y perentorio mensaje al presidente
gringo, Stalin replicó: "Su
propuesta de que el general Bradley
inspeccione los objetivos militares rusos
en el Lejano Oriente y en otros lugares de
las URSS me ha producido sorpresa. Debería
ser perfectamente claro que los objetivos
militares rusos únicamente pueden ser
inspeccionados por rusos, al igual que los
objetivos militares americanos sólo pueden
ser inspeccionados por americanos. En esta
cuestión no debería existir ninguna
oscuridad".(3)
La
cooperación estadinense se convirtió para
los desahuciados árbitros de Europa en otra
fuente seria de alarmas. Hitler les
vociferaba a mandíbula batiente: "El
mundo está mal repartido", y
para lograr la redistribución de las "propiedades
mundiales" nos
atenemos a la sentencia de que "el
más fuerte determina el camino del más
débil" .(4) Por
eso aquéllos acudieron al otro lado del
océano en búsqueda de amparo y comprensión.
Pronto se percataron de que el aliado, no
obstante combatir al Eje y proporcionarles
los préstamos y auxilios pertinentes,
propendía él también, a su estilo y con su
propia filosofía, a un nuevo sorteo de las
zonas de influencia. La maniobra de aplazar
el desembarco de Normandía y el ir
introduciéndose paulatinamente en la guerra,
con abundancia de precauciones y escasez de
riesgos, reflejaban a plenitud las
conveniencias de Washington: aparecer,
cuando todos los contendientes estuvieran
agotados, a sofocar el fuego y presto a
desenfundar la chequera, su arma predilecta.
El cálculo sólo fue fallido con respecto al
campo socialista, porque Europa se
reconstruiría con los dólares americanos,
aviso de que el sol de otro imperio
despuntaba en el horizonte burgués, más
poderoso que los anteriores y por lo tanto
más cruel y más siniestro.
¿Sugiere
esto que la colaboración recíproca, para
arrinconar al fascismo, entre la fortaleza
proletaria y las repúblicas capitalistas "no
agresoras", significó, al fin y al cabo, un
desacierto? En absoluto. Nos enseña, por el
contrario, a aprehender el meollo de la
cuestión. Que los períodos de calma y de
reposo en las relaciones de las potencias
imperialistas se interrumpen abrupta y
frecuentemente; que la quiebra del
equilibrio obedece a la anárquica y desigual
evolución material de aquéllas y al continuo
cambio de sus fuerzas; que la rebatiña por
las colonias se impone inexorablemente y se
dirime mediante la guerra, al margen de los
hipócritas oficios de los políticos de la
reacción; que el proletariado debe
aprovechar las contradicciones entre sus
enconados enemigos para sacar avante y
afianzar las conquistas del socialismo, y
que la dirección obrera, en ninguna
circunstancia, ha de perder de vista la
naturaleza rapaz y expoliadora de los amos
del capital, si no desea ahogarse en la
charca del oportunismo. Indica, igualmente,
que Stalin, connotado discípulo de Marx y
Lenin, estuvo a la altura de sus
responsabilidades.
La
entronización de la hegemonía norteamericana
constituyó un vuelco notorio; mas hubo
también otro digno de mencionarse: la
generalización del neocolonialismo, que
suplanta las antiguas formas coloniales de
dominio directo de la metrópoli, por las del
control indirecto, a través de gobiernos
títeres, elegidos incluso por voto popular y
adornados con todos los oropeles de la
democracia burguesa. Al someter a su égida a
las naciones más atrasadas, feudales y
semifeudales, y verter en ellas las
cornucopias rebosantes de dinero, el
imperialismo, fuera de centuplicar su
poderío económico con las materias primas
así apropiadas y con los mercados así
abiertos, propaga por doquier el modo de
producción capitalista y, sin proponérselo,
esparce los gérmenes de la rebeldía de los
pueblos colonizados. Cuanto más desarrollo
haya adquirido un país y más capital
nacional posea, con mayor acucia siente los
impulsos de recuperar sus riquezas, manejar
sus recursos, obtener la soberanía y
disfrutar realmente de la autodeterminación.
Las poblaciones sacadas del aislamiento
provinciano y puestas en contacto con la
cultura mundial ya no pueden ser tratadas,
tan fácilmente, con las herramientas
medievales de sojuzgación; se requiere de
otras más sutiles y, sobre todo, más
eficaces. Además, el grado de concentración
y de pujanza del monopolio llega a extremos
tales en superpotencias como los Estados
Unidos, que ningún régimen burgués, por
democrático que sea, se halla exento de ver
a sus funcionarios y mandatarios sobornados
por el imperialismo más pudiente, es decir,
de caer bajo la subordinación económica,
mediante los contratos leoninos, las leyes
elásticas y el "serrucho"(5) tristemente
célebre en Colombia.
En
1939, el capitalismo se había extendido ya
por el globo entero y hasta las sociedades
más rezagadas empezaban a saber del obrero
de fábrica y de la burguesía criolla, clases
permeables a las ideas liberadoras y cuyas
inquietudes bullían con la guerra, con el
cómico cuadro de la pusilanimidad de los
rectores de Europa y con las intrigas de
unos aliados contra otros. Cuando De Gaulle,
en medio del vendaval, caló la determinación
de Siria y el Libano de no admitir más por
las buenas a la burocracia extranjera y de
funcionar con administradores nativos,
expresó la esperanza de que aquellas
colonias, después de que "alcanzaran
la independencia", todavía "tendrían
mucho que ganar y nada que perder con la
presencia de Francia".(6) El
General, como
colonialista consumado y ante lo inevitable,
sintetiza en sus palabras elquid del
neocolonialismo: conservar en la nación
saqueada y oprimida la presencia del
imperialismo saqueador y opresor, a pesar de
la independencia política de aquélla. Por
supuesto que ni la Cruz de Lorena ni De
Gaulle serían los principales usufructuarios
de la nueva teoría.
Un
ave de rapiña más vigorosa y joven, made
in USA, se
cernía sobre los países esclavos y traía
consigo el bálsamo redentor de las reformas
republicanas y el mensaje de la libertad
formal, con base en los cuales serían
restañadas las heridas y erigida otra
comunidad de naciones, su propia comunidad.
Mientras el lenguaje simula innovación, el
dólar americano sigue reafirmando su
preponderancia hasta configurar la divisa
internacional en que obligatoriamente se
tasan los negocios. En la Carta del
Atlántico, programa de guerra suscrito por
Roosevelt y Churchill, en agosto de 1941, se
lee que los signatarios "respetan
el derecho de todos los pueblos a elegir
la forma de gobierno bajo la cual quieren
vivir, y aspiran a que aquellos que están
privados por la fuerza de esta libertad,
recuperen el derecho a la soberanía y a la
autodeterminación". De
tal manera, presentándose como los
portaestandarte de la democracia, los
Estados Unidos tejieron su singular sistema
colonial que les permitiría, por los cinco
continentes, invertir ingentes sumas de
capital, apoderarse de los yacimientos y
recursos naturales estratégicos, vender sus
mercaderías y aplastar la competencia.
Muchas prebendas reporta el nuevo mecanismo
a los estranguladores de pueblos, además de
la demagogia que hacen. Sus inversiones y
empresas están comúnmente al cuidado de los
ejércitos fantoches, ahorrándose los gastos
de guarnición dentro de muchos de los países
sometidos. Las administraciones locales,
elegidas ojalá por sufragio, son el blanco
visible de las iras populares; y cuando el
desprestigio las mina y la prudencia
aconseja reemplazarlas por otras camarillas,
el sistema no sufre demasiado, porque anda
igual con liberales o conservadores,
oficialistas u oposicionistas,
socialdemócratas o revisionistas. Obsérvese
que la estabilidad de los gobiernos de las
neocolonias marcha en proporción inversa a
la inflación, al alto costo de la vida, a la
miseria de las gentes, males causados por la
insaciable voracidad de los magnates de la
metrópoli.
Agosto
de 1980